Claustro Poético

Boletín virtual de poesía, edición trimestral. Nº 0. Primavera-2005

Asociación Cultural Claustro Poético

 

Director: Juan Carlos García-Ojeda Lombardo

Coordinadores: Fernando R. Ortega Vallejo y Juan Antonio López Cordero

D.L. J-309-2005

ISSN 1699-6151

CONSEJO DE REDACCIÓN

Presentación


Poemas

Toca retirada

Viento

Amores sin espinas

Viejos de Otíñar

El Gordo

Tu pelo blanco

Tiempo

Aquella noche, en Jaén, junto a...

Corona viva

Poema de Primavera

Supermercado abierto

Mi brindis

Dedicada a la sencilla conciencia

Las danzas del mundo


Colaboraciones

El hombre de piedra

El Romancero de Jaén. La Catedral

Las leyendas de Jaén. El ecce homo de Las Bernardas


Noticias

Premios Jaén

En recuerdo de Rafael Valdivia

  Claustro Poético diez años después 

Premio de Poesía Internacional


Colaboran en este número


Cartas al Director


 

 

 

 

 

Las leyendas de Jaén.

El Ecce Homo de Las Bernardas

         Durante el segundo tercio del siglo XVII vivía en Jaén una prosapia y bizarra familia, descendientes directos de la estirpe de los Pérez de Vargas, aguerridos nobles castellanos que en la campaña del Salado el rey Alfonso "el onceno" los apodó con el sobrenombre de "Machaca", deformado posteriormente por "Machuca".

          Vivía en una extensa y heráldica mansión de la calle Llana, primer solar urbano del Jaén extendido, fuera ya de su férrea e inexpugnable muralla almorávide, tras la conquista de Cambil y Alhabar por los Reyes Católicos.

          Don Francisco de Vargas ganó justa fama y fortuna en la conquista de México junto con Hernán Cortés, de quien fue su principal lugarteniente.

          Tenía nuestro hidalgo caballero una joven y bella nieta llamada Doña Beatriz de Vargas y Sáez, la que gracias a su sencillez, dulzura, finos modales y angélicas facciones, hacía la felicidad del noble anciano, y suplía en parte la ausencia del hijo perdido prematuramente.

          Tenía Doña Beatriz una gran habilidad artística en las que sobresalían además de la pintura -que realizó cuadros de mérito-, la primorosidad de obras de arte en los bordados y tejidos.

          Transcurría la vida de nuestro personaje de una manera tranquila y sin incidentes, en unión de su hija política Doña Esperanza, su nieto mayor, Don Carlos y Doña Beatriz, en su magnífica y lujosa mansión, cuyos cuidados jardines miraban a la Senda de los Huertos, lugar de embrujado ensueño de nuestro romántico Jaén, pasaje de añorados y poéticos recuerdos de nuestros antepasados.

          Doña Beatriz fue prometida en matrimonio muy joven -según la costumbre de los nobles de la época- a un gallardo caballero, Don Arturo de Molina, Barón de Torreoscura.

          Un día repentinamente su querido abuelo enfermó gravemente, conllevando su óbito inmediato, lo que sumió a Doña Beatriz en un profundo dolor, dada la veneración que sentía por su segundo padre, y a pesar que su madre, hermano y la propia servidumbre se esforzaban por consolarla, no lo conseguían.

          No pasaron muchos días desde la defunción del noble anciano, cuando Doña Beatriz -que aún no había salido de su silenciosa y melancólica pena- tomó la firme decisión de renunciar al mando e ingresar en un convento; vanos propósitos los de su familia que intentó por todos los medios de persuadirla de su decisión; inclaustrándose en el convento de las franciscanas descalzas, conocido por el vulgo por las "Bernardas". La decisión causó también gran contrariedad a Don Arturo de Molina, hasta el extremo que se juró exclaustrarla a toda costa.

          Mientras tanto la vida conventual de Doña Beatriz discurría con la normalidad establecida, alternando sus oraciones y meditaciones con las demás novicias, con trabajos de todo tipo, destacando los primores de bordado y costura, entre los sillares centenarios del recinto clarista, por cuyas vetustas ventanas entraba un sol de justicia, cuya luz se descomponía en iridiscentes reflejos al atravesar los altos vitrales, y por donde se podían ver las combadas palmeras que existían en el amplio huerto.

          Por aquel entonces estaba en plena construcción el retablo mayor; Doña Beatriz, guiada tal vez por su impulsos artísticos, observaba atentamente a través de la celosía existente en el lado derecho, cómo los artistas ejecutaban sus magníficos trabajos de pintura y escultura, hasta tal extremo, que muy pronto asimiló la forma de modelar la madera. Fue tal el grado de perfección y dominio al que llegó, que se animó a llevar adelante la idea que se forjó; obviamente con el previo consentimiento de la madre abadesa, consiguió a través de su familia, las herramientas propias para ejecutar la obra que se propuso llevar a efecto, producto de su limpia imaginación, entre los utensilios figuraba un gran trozo de madera de sándalo, que su abuelo trajo de sus conquistas en tierras españolas "dónde nunca se pone el sol", la cual tenía grabados unos signos misteriosos que nunca supo su significado, y despedía constantemente un fragante y delicioso aroma.

          La joven novicia comenzó a esculpir el busto de Jesús en el trance de la Pasión en sus escasos tiempo de ocio. Poco a poco fue tomando forma humana el divino rostro del Hecce Homo, que una vez finalizado, causó la admiración de toda la comunidad franciscana, e incluso hasta de la propia autora. A continuación se llevó a efecto la tarea de pintura y policromado, resultando una talla de gran belleza plástica, hasta el extremo que al contemplarlo la congregación clarisa con piadosa devoción las hacía caer de rodillas, entremezclándose el éxtasis y el asombro.

          Cuando le fue mostrado al venerable anciano sacerdote don Miguel, que era el capellán de las monjitas, éste no pudo reprimir su emocionado asombro, por lo que rápidamente dio cuenta al obispo, quien acto seguido visitó el convento donde le fue mostrado el Divino Busto, quedando tan profundamente impresionado por el realismo conseguido: su dulce expresión; serena y majestuosa humildad; la corona de espinas ciñendo la cabeza adornada de hermosa cabellera natural; su rostro acardenalado, por donde corren las gotas de sangre que provocan las espinas; su boca entreabierta de las que brotaron palabras celestiales; y que de ella sale todo el año, menos un día, grato y perfumado aroma, que procedió su inmediata solemne bendición.

          Mientras tanto, en la ciudad cundió la "sagrada" noticia, y fueron tantas las personas que a diario acudían a las "Bernardas" a contemplar aquella magistral obra de arte, que fue necesario situarla permanentemente sobre un lugar predominante del templo, recibiendo en principio la admiración de millares de católicos, y después, la profunda devoción de todo el buen pueblo de Jaén.

          Por su parte, Don Arturo de Molina -el que fuera prometido de Doña Beatriz-, que no había renunciado en su obstinación de exclaustrar a su elegida, más por despecho y rabia que por amor, además a todo esto, había que sumarle el mal trance económico por el que atravesaba, debido al despilfarro que su vida libertina y lujuriosa, le había sumergido a raíz del ingreso en la vida conventual de su prometida, esperando con interés que su matrimonio con Doña Beatriz, equilibrase la alarmante merma económica en que se encontraba, en virtud a que percibiría una fuerte dote pactada en su día con la familia de Vargas y Sáez.

          Se valió de mil y un trucos maquiavélicos para convencer a su víctima  de su desesperado e infinito amor, y le remitió varias cartas en las que les exponía la inutilidad de su vocación, y un sinfín de astutas argucias, que hizo vacilar la incipiente vocación de la novicia. Claro está que Doña Beatriz ignoraba por completo la truhanería en la que se había lanzado al que creía su hidalgo galán.

          Después de una reposada meditación, y guiada más por el instituto del amor -supremo don que Dios nos legó-, decidió exponer a la madre abadesa su decisión de abandonar el claustro para contraer el santo sacramento del matrimonio con Don Arturo de Molina. La buena madre superiora, ante la claridad y bondad de su sentimientos, aceptó resignada la decisión adoptada: la renuncia a los hábitos y la exclaustración de la novicia.

          Doña Beatriz de Vargas, con un apretado nudo en la garganta, se fue despidiendo de cada una de sus condiscípulas de noviciado, así como de las profesas y madre abadesa. Después se dirigió directamente a la capilla y se arrodilló ante el Santísimo y oró devotamente durante unos minutos. Seguidamente se trasladó hasta el lugar donde estaba expuesta su maravillosa obra, y la miró con sublime fervor al lirio cárdeno, la púrpura encendida, y una cascada de cálidas lágrimas inundó sus bellos y serenos ojos, brotándoles como perlas a través de sus largas pestañas que formaban finísimo encaje y rodándole por la sedosa, fina y satinada piel del angelical rostro, bajando lentamente la vista, y cuando se disponía atravesar la puerta de la iglesia, oyó una sonora y grave voz masculina que la dejó cataléptica, y le dijo:

         -¡Beatriz!, ¿te vas y me dejas por ese hombre?

          Volvió la vista la aterrada dama hacia el sagrado Busto, observando cómo la miraba fijamente a los ojos, al tiempo que notaba que su cuerpo se desplomaba.

          Las monjitas que desde la celosía existente en el lado derecho del altar mayor observaban el drama de la buena hermana, corrieron a socorrerla, trasladándola con mimo al jergón de su celda y la estuvieron cuidando hasta pasados eternos minutos en que por fin abrió los ojos.

          Ante las solícitas preguntas de sus condiscípulas, no quiso Doña Beatriz decir la verdad, salvo a la bondadosa madre abadesa en la intimidad, y previa promesa de ésta de no decir nada a nadie.

          Días después profesaba la devota dama, ingresando formalmente en la orden franciscana descalzas con el nombre de sor Verónica, hasta que dos años después, en una abrileña mañana de cuaresma, al ver las hermanas que no acudía al oratorio, fueron a su celda y la encontraron en el jergón con los ojos ligeramente entreabiertos, que si son del alma espejo, ¡cómo tendría el alma!, y una serena sonrisa en sus labios, dejando ver unos dientes blanquísimos y brillantes, verdaderamente marfileños, inerte y sin vida.

 

                                         Miguel Moreno Jara

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