Claustro Poético

Boletín virtual de poesía, edición trimestral. Nº 28. Primavera-2012

Asociación Cultural Claustro Poético

 

  Director: Juan Carlos García-Ojeda Lombardo

  Coordinadores: Fernando R. Ortega Vallejo y Juan Antonio López Cordero

D.L. J-309-2005

ISSN 1699-6151

CONSEJO DE REDACCIÓN

Poemas

Alboreá de una madre soltera

El Alma serena

Entre fantasías

Tu cante

Fov and I will be alone again tonight, my dear

Cavando tumbas

A Rafael Morago

Bésame despierta

En la noche pienso en ti

No existe la Navidad

Soy un ser que...

Arqueros del alba

El alba despertaba

Acaso en el umbral de la mañana

Amor de Dios al hombre

Caminamos sin saber o sabiendo nada

El amor alivia los días

El querer es todo en la vida

El templo de Dios


Colaboraciones

Aforismos sobre el tiempo

Análisis métrico de un poema cervantino de José Hierro

Bestiario


Noticias

I Premio de Poesía Bal Hotel

IX Premio César Simón

VI Premio de Poesía Antonio Gala


Colaboran en este número


Nos anteriores

 

Año Primav. Verano Otoño Invier.
2005 0 1 2 3
2006 4 5 6 7
2007 8 9 10 11
2008 12 13 14 15
2009 16 17 18 19
2010 20 21 22 23
2011 24 25 26 27

 

 

Arqueros del alba*


 

                      "Para María Dolores Menéndez López"

 

Soneto I

 

        El viento helado que rozó el cabello,

Llenándolo de escarcha y de blancura,

No osó matar su hechizo, su ternura,

Sus luces, sus bellezas, su destello:

        Manchado de granizo fue más bello,

Más puro que la nieve cuando, pura,

Desciende de los cielos, de la altura,

Tan diáfano que el sol luce en su cuello.

        Hiriéronla los años, la carrera,

El rápido correr hacia el vacío,

Más no perdió la luz de su alegría.

        Sus risas, floración de primavera,

Fluyeron como, rápida en el río,

El agua en su correr, helada y fría.

 

Soneto II

 

        Un ángel vi de niño en la mirada

De aquella anciana dulce y cariñosa,

Más bella que la aurora perezosa

Cuando apagó su voz de madrugada.

        En su cabello blanco la nevada

Hirió el color luciente de la rosa,

Y el pardo de sus ojos hizo hermosa

De su mirar la luz, alma hechizada.

        De niño vi en su rostro la dulzura

De aquella vieja a la que, agradecido,

Besaba con amor en la mejilla.

        Su voz hablaba llena de ternura,

Amable siempre, en tono suspendido,

Mostrando, con amor, su alma sencilla.

 

Soneto III

 

        La orilla alborotó un mar coralino

Y el cielo asaltó, puro y despejado,

Aquel caballo raudo que, embrujado,

Pincel se hizo del aire cristalino.

        Y hallaste, al avanzar en el camino,

Crepúsculos sin voz, un mar dorado,

Y pudo descansar, ya fatigado,

Tu aliento, firme ayer, hoy peregrino.

        La noche vino larga y duradera

Con el amanecer, robando el día,

Su luz, su brillo, toda la hermosura:

        Mi pecho será luz, y, dondequiera,

Habrá de iluminarte cuando, fría,

Te aceche, sin pudor, la noche oscura.

 

Soneto IV

 

        No oiréis correr de nuevo el arroyuelo

Que, alegre, se lanzaba a su caída,

Ni al dulce ruiseñor, cuya venida

La bóveda alumbró del alto cielo.

        Dolores era hermosa como el vuelo

Que alcanza las antorchas de la vida,

Luciente como el alba que, encendida,

Cuajaba en sus cabellos el deshielo.

       Mi espíritu poblaron las malezas

Dejándome en las sombras misteriosas

Que llenan hoy mis versos de tristezas.

       Sus ojos son estrellas luminosas,

Sus luces, altas torres, fortalezas,

Alegres sus sonrisas perezosas

 

Soneto V

 

       A cambio de tus besos silenciosos

Un reino he de entregar, tierra olvidada,

Aire sin voz, llegando a la morada

De todos los misterios y reposos.

       Los guiños de tus ojos cariñosos

Allí me encontrarán, alma cansada,

Lleno de amor, de entrega fatigada

De anhelos y de esfuerzos dolorosos.

       Habré llegado a ti desde la vida

Para volverte vida entre mis brazos,

Y habremos de emprender el largo viaje.

       Del sueño volverás del que, dormida,

Pretenden despertarte mis abrazos,

Que abrieron a tu amor tanto coraje.

 

La aurora de la muerte

 

       Los prados humedecidos

Que, besados por la helada,

Con la misma madrugada

Yacían adormecidos,

Escucharon los gemidos

Llegados del firmamento,

Que, rozados del aliento

De la aurora blanquecina,

Apartaron la neblina,

Densa en las alas del viento.

       Y aquella mancha de plata

Que el sol trajo en su carruaje

Iluminaba el paisaje,

Mezclando al blanco escarlata,

Que, aunque tímida, sensata,

De agotarse temerosa,

Rasgó la caricia hermosa

Al rayar en la mañana,

Como caricia temprana,

Llena de luz, olorosa.

       El arroyo, sin apuro,

Aún su cauce empobrecido,

Murmuraba su sonido

Al cruzar el valle oscuro,

Siguiendo el curso seguro

Que, en su descenso tranquilo,

Avanzaba con sigilo

Entre las cómplices sombras,

Regando secas alfombras,

Buscando mayor asilo.

       De las aguas transparentes,

Su curso lento, sencillo,

Se saciaba el cervatillo

Que bebió de las corrientes,

Reflejándose en las fuentes

Donde las juncias brotaban,

Y en las alturas hallaban

La copia de su hermosura,

El sosiego y la frescura

En las nubes que flotaban.

       Y entonces te despertaron

De aquel sueño perezoso,

Con el beso más gozoso

Que jamás imaginaron,

Los colores que llegaron

A las alturas de un cielo

Que alcanzaste, alzando el vuelo,

Al nacer de la mañana,

Donde la llama temprana

La escarcha halló sobre el suelo.

 

Soneto VI

 

       Heraldo de bondad fue su semblante,

Más puro que la luz de la alborada,

La gracia de su rostro, la mirada,

Sincera siempre, bella a cada instante.

       En ella la ternura era constante,

Más clara que el granizo y la nevada,

Hermosa como el sol, jamás nublada

La frente cuyo rostro hizo brillante.

       Más pura fue su piel que la azucena

Que brota en primavera por los prados,

Más cándida y más bella, siempre buena.

       Recuerdo que sus párpados cansados

Tendían a cerrarse, aunque sin pena,

Buscando sueños siempre reposados.

 

Soneto VII

 

       Un mar navegarás donde, brumosos,

Negando al sol la luz, llama escarlata,

Los vientos, sombra gris, noche insensata,

El cielo cerrarán avariciosos.

       Después de los umbrales cavernosos

Del sueño que en la noche se dilata,

Tus ojos se abrirán, perla de plata,

Buscando los paisajes luminosos.

       Y todo mostrará su luz dorada,

El cielo, el sol, el mar y las orillas,

Para escuchar tu voz, ayer callada.

       Risueñas nuevamente tus mejillas

La brisa sentirán más que hechizada,

La leña dando al alba y sus astillas.

 

Soneto VIII

 

       El despertar más dulce y placentero

Cubrió su rostro cuando, de mañana,

Cruzaba, aventurero, su ventana

El sol del mediodía pendenciero.

       Robábale los sueños su lucero,

Valiente y atrevido, pues, lozana,

La luz la despertaba, con desgana,

Besándola, al llevarle aquel platero.

       Después iluminaba el cuarto oscuro

Corriendo la cortina, que, luciente,

Dejaba gala al oro y su belleza.

       Alzábase del lecho y, sin apuro,

Serenos, de su boca, lentamente,

Brotaban los bostezos con pereza

 

Soneto IX

 

       Dejaste transcurrir la hora temprana,

Palacio que en el sueño se escondía,

Y vio volar la luz la brisa fría,

Después de bien corrida la mañana.

       Manchada por la luz, halló lozana

La risa que en tu rostro se encendía,

Tan clara como el sol al mediodía,

Que el cielo hizo del aire soberana.

         Montó, en un cielo lleno de belleza,

La noche su corcel de madrugada,

Las crines sujetando con firmeza.

       Mas no encontró más luz en tu mirada

Que aquel amanecer vuelto en tristeza,

Que el prado halló cubierto por la helada.

 

Soneto X

 

       No vueles, ruiseñor, hacia los cielos

Que se hacen más azules en verano,

Ni escapes, golondrina, de mi mano,

Llevada por la brisa y sus desvelos.

       No corras, herrerillo, aunque tus vuelos

Te dejen alcanzar lo más lejano,

Ni escales, carbonero, el aire en vano

De donde caen las nieves y los hielos.

       No partas, ave blanca, si tu nido

Lo tienes junto a mí, donde la tierra

Se alegra de tu voz y tu sonido.

       Amor serán los bosques y la sierra,

Los árboles y el prado que, dormido,

Se olvida de la helada que lo encierra.

 

              * José Ramón Muñiz Álvarez, de la obra "Campanas de la Muerte".

 

                

Envíanos tus poemas